lunes, 13 de diciembre de 2010

El coraje católico.


Si bien es verdad que la situación religiosa política y mundial no es para ser optimistas, ¿hay, por otra parte, que caer en la desesperación? El panorama que nos ofrece el mundo es, en efecto, desolador: lo poco que queda del cristianismo en la sociedad se va cayendo a pedazos y los medios de comunicación diariamente se hacen eco de desastres políticos, sociales, morales o naturales. Existe una fuerte tentación de caer presa del desaliento y de renunciar a toda esperanza. Una especie de parálisis puede entonces instalarse en aquellos que sólo tienen al Apocalipsis como libro de referencia…
La Sagrada Escritura nos muestra en muchos pasajes que Dios, cuando los hombres invocan su ayuda, jamás los abandona a su propia suerte. Dios Padre quiere que el reino de su Hijo se extienda en el mundo entero para salvar así a los hombres de buena voluntad. No obstante todos los artificios que despliegue Satanás, Príncipe de este mundo, será igualmente vencido y en su caída no podrá arrastrar a la Iglesia, cuya destrucción busca. Como lo sabe perfectamente, su furor se decuplica. Ahora bien, ¡Dios es Dios! ¡Él es el Señor de los acontecimientos!
La Biblia nos proporciona un hermoso ejemplo de ello en el primer libro de los Macabeos. Serón, general del ejército de Siria, busca cubrirse de gloria luchando contra Judas Macabeo y sus hombres. Para concretar su designio levanta un poderoso ejército conformado por impíos de todo género. A vista del peligro los compañeros de Judas Macabeo perdieron el temple y fueron presa del temor. De allí que Judas Macabeo tratara de reconfortarlos con estas palabras: “Es fácil que una multitud caiga en manos de unos pocos, y al Cielo le da lo mismo salvar con muchos que con pocos. Porque la victoria en el combate no depende de la cantidad de las tropas, sino de la fuerza que viene del Cielo”[1]. Dicho lo cual y confiando en Dios, se batió con el ejército sirio y lo destruyó.
La situación de la Iglesia Católica, acechada hoy en día por todas partes, podría compararse a aquella en la que estaba el ejército de Judas Macabeo. Ahora bien, como no la pudieron destruir desde el exterior, sus enemigos la infiltraron, inoculando en su seno los principios revolucionarios que condujeron a la desaparición de los estados católicos, esperando poder luego aniquilarla a ella misma. ¿Acaso la libertad religiosa, el ecumenismo y la colegialidad no son el eco de la divisa revolucionaria “libertad, igualdad y fraternidad”? Al igual que los soldados de Judas Macabeo, los católicos se pusieron a dudar, y el edificio comenzó a tambalear… El miedo se hizo presa de todos.
¡Hoy en día la Verdad genera temor! ¿Quién tiene la valentía de profesar la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Cuántos son? ¿Quiénes, ya sean papas, obispos o sacerdotes, aceptan cargar sobre sus hombros la totalidad de la doctrina que Pío XI transmitió en la “Quas primas”? Como decía el Nuncio Apostólico de Suiza a Monseñor Lefebvre, “en la actualidad ya no escribiría así…”
¡La denuncia clara del error también causa temor! Las autoridades de la Iglesia dudan, por ejemplo, en condenar el aborto apelando claramente a términos católicos. Con frecuencia se limitan a defender la vida, a celebrarla, a cantarla, en nombre de los derechos del hombre. Esta actitud es menos frontal y más consensual. Sin embargo, el aborto, antes de ser un atentado a los derechos del hombre, es un atentado a los derechos de Dios, Creador y Maestro de todas las cosas. Sólo Él da la vida y la quita. Un embrión es una persona desde la concepción. Querer suprimirlo es un crimen abominable, que el derecho canónico castiga con una excomunión inmediata. La verdad debe ser proclamada y el error, denunciado, con fuerza y claridad. ¡Y sin temor!
Existe una gracia de la Verdad. No debe causarnos miedo. La vemos actuar hoy en día. ¿Cuántos de nuestros fieles han venido a la Tradición oyendo las verdades que ya no se predican en las iglesias oficiales? Callando la verdad o edulcorándola, los sacerdotes han vaciado las iglesias, cuando creían que iban a llenarlas. Los enemigos de la Iglesia temen este poder de la verdad y por eso apelan a todos los recursos para ahogarla y ridiculizarla. Es triste observar que con este tipo de ataques muchos católicos se asustan y bajan los brazos. De ser conquistadores y misioneros, se transformaron en timoratos, amorfos y paralizados por el miedo a desagradar. Uno puede legítimamente preguntarse si el famoso “No tengas miedo” que Juan Pablo II pronunció el día de su entronización, no se dirigía más bien al mundo, a fin de tranquilizarlo y decirle “No, ¡no teman! ¡Ábrannos las puertas! ¡Nosotros, católicos, nos adaptaremos a vuestras máximas porque hemos cambiado!” Veintisiete años más tarde, el día de su entierro, el mundo entero le rendía un unánime homenaje.
Los medios que Nuestro Señor nos ha entregado para salvar las almas y el mundo deben llenarnos de valor y de esperanza. El más grande de todos es la Misa, centro de la vida del cristiano y piedra de toque de la Cristiandad. De ella fluyó esa caridad que ha inundado el mundo a lo largo de dos mil años. Las escuelas, las universidades, los hospitales, las órdenes religiosas, el impulso misionero, los seminarios, y aún la propia Cristiandad, son los frutos visibles de la caridad, que la Misa encendió en los corazones de aquellos que querían extender el reino de Cristo Rey en la sociedad. Es la Misa la que ha hecho a los Santos. Los enemigos de la Iglesia lo saben y es por ello que han querido cambiarla y vaciar su sustancia durante la revolución litúrgica acontecida tras el Concilio. Veamos, si no, estas palabras “edificantes” de Lutero sobre la Misa, que tenía conciencia de la fuerza interna que se encierra en ella:
“Declaro que todos los lupanares (que Dios, sin embargo, reprueba severamente), todos los asesinatos, muertes, violaciones y adulterios son menos abominables que la misa papista (…) En verdad el sistema papista, con todos sus monasterios, sus obispos, sus colegiatas, sus altares, sus ministros y su doctrina, es decir, todo su vientre, se edifica sobre la misa como sobre una roca. Cuando caiga su misa abominable y sacrílega, todo se derrumbará” (Contra Henricum, Regem Angliæ, 1522, Wittemberg, Luther, Werke, t. X, pág. 220, citado en “La réforme liturgique anglicane”, Michael Davies, pág. 70-71, edit. Clovis.
Los sacramentos, junto a la Misa, constituyen ayudas extraordinarias de resistencia y de reconquista, ya que comunican a las almas la vida divina y suplen así sus flaquezas, fortificándolas. El cristiano encuentra su fuerza en Dios, como nos lo hace decir la liturgia: “Adjutorium nostrum in nomine Domini”, “Nuestra ayuda está en el nombre del Señor”. En los sacramentos, especialmente en la Sagrada Eucaristía, abrevamos nuestras fuerzas. Veamos lo que decía Monseñor Lefebvre con motivo de la primera Misa celebrada por un joven sacerdote:
“Comprendamos, queridos hermanos, que en la Sagrada Comunión nos unimos a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo: he allí la fuente de la civilización cristiana. En la Santa Comunión Jesús se manifiesta como nuestro Salvador, y también se manifiesta como nuestro Rey, el Rey de nuestras inteligencias y de nuestras voluntades, dándonos sus mandamientos para ayudarnos a obrar según su santa voluntad. Entonces, al volver a casa, los cristianos que se han nutrido del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo comprenden mejor cuáles son sus deberes, cómo deben conducirse en la vida diaria, en la vida de la familia, en la vida de la sociedad civil. En cambio, en la misma medida que los sacerdotes dejen de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa se lleva a la extinción de nuestra civilización” (primera Misa en Bezançon, 5 de septiembre de 1976).
El reinado social de Jesucristo es la solución para la crisis que sacude a la Iglesia y a la sociedad. Fuera de Cristo, todo esfuerzo de restauración no pasa de ser una gesticulación estéril. El Papa Pío XI lo dice magníficamente en su encíclica “Quas primas”, del 11 de diciembre de 1925: “En cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos”.
La recuperación de un mundo que rechaza a Dios no depende de un gran número. Para salvar a la Iglesia de los grandes peligros que la amenazaban, Dios se ha servido a lo largo de la historia de un puñado de hombres y de mujeres, que antes de cambiar el mundo que los rodeaba, comenzaron por convertirse ellos mismos, sinceramente, prácticamente y enteramente. Por eso es preciso, como Cristo dice en el Evangelio, que cada uno sea la levadura que hace fermentar toda la masa. A eso también nos exhorta el Apóstol San Pedro: “Observen una buena conducta en medio de los paganos y así, los mismos que ahora calumnian como a malhechores, al ver sus buenas obras, tendrán que glorificar a Dios el día de su visita”[2]. Dios y la Iglesia nos llaman a tener intrepidez. Persuadámonos de que la batalla contra el aborto, que se avecina en las semanas y meses por venir, no podrá ser afrontada sin la ayuda de Dios. Por eso, comencemos a rezar desde ahora, ofrezcamos comuniones, Misas, vía crucis y penitencias por esta intención. ¡Nuestro combate debe ser católico! Sólo así los medios humanos que utilizaremos podrán ser eficaces y será posible una victoria frente a enemigos de Dios aparentemente invencibles.
Ya para terminar, leamos una vez más estas líneas de Pío XI: “Preparar y acelerar esta vuelta (del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo) con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor (…) En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad”[3]. He allí un noble combate a llevar adelante y un hermoso programa para concretar.


¡Ánimo, pues, y que Dios los bendiga!

Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur


 

[1] Primer libro de los Macabeos, 3, 18-19.
[2] Pedro, 2, 12.
[3] Ibídem.